Era la tercer semana y ya sentía tener el coraje necesario para volver
a entrar. Imaginó todo muerto, imaginó las hojas amarillas de la historia que
la vida le había escrito. Había imaginado que su vida, la anterior, la única
vida, en realidad, estaba en polvorientos VHS, era lógico tener ese temor. Él siempre
había estado actualizado, pero su vida se detuvo esta vez. Los calendarios
morían, sí, pero su vida se detuvo mientras se plegaba su seca y áspera piel.
Pero ya era tiempo de volver, porque es lógico.
También el temor es lógico. ¿Qué sentiría al ver sus plantas muertas,
sus sabanas viejas hechas pavesas y su casa, vacía de amor y familia, parte de
una foto arruinada por lágrimas de culpa?
Él había sido el rey, el dueño, el responsable. Pero él se fue hace 25
años.
¿Seguirá siendo el mismo almacén? ¿Qué será de su mate favorito? ¿Y el
naranjo? Tal vez esas preguntas lo
ataban, pero a su vez lo ahuyentaban.
Las respuestas eran más que obvias, nada será exactamente lo que fue.
Pero ¿Podría desatarse algún día y huir?
Todos dirían que es un tipo duro, uno de esos policías capaces de estar
de pie frente a la mayor de las atrocidades. Pero su casa, la de su mujer, sus
hijos, era todo lo que tenía como conexión a sus sentimientos, a sus
sensibilidades, su pasado, su familia. ¿Qué sería de él sin ella? ¿Qué diría
mamá?
Tenía que ponerse los pantalones y entrar. Fueron tres semanas de dormir
en las plazas como un ilota de sus culpas y ya no podía verse más como un
idiota, lúgubremente deprimido.
Entonces, actuó, juntó monedas y se fue. El 80 tampoco era el mismo,
pero por suerte, el recorrido sí. Luego de un rato estuvo en “casa”.
La casa… la casa, ¿era esa? Ahora estaba rodeada por nuevas fachadas y
altos edificios, desentonando, como detenida en el tiempo, pero a su vez
azotada por éste. Los vidrios teñidos por lluvias de viento y barro con que el
tiempo la había marcado. El jardín que había sido el prolijo jardín de su
esposa, hoy era una maleza de pastos altos y aloe veras que mataron toda planta
que alguna vez vistiese ese jardín, elocuente muestra de la ausencia.
Quiso volver, vaya que sí, tal vez en la plaza pudiera ser feliz, de
otro modo, claro. No tardaría mucho en establecer su puesto de campaña cerca
del ombú.
Sin embargo, todo hombre valiente que se preciara de serlo, hubiera entrado. ¿Él había dejado de serlo? ¿Él también había sido cambiado por el tiempo? No quiso eso para él, se rehusó, y entró.
Sin embargo, todo hombre valiente que se preciara de serlo, hubiera entrado. ¿Él había dejado de serlo? ¿Él también había sido cambiado por el tiempo? No quiso eso para él, se rehusó, y entró.
Era la llave ancha. Costó abrirla, la tierra había trabado las placas
de la combinación, hasta que la puerta se abrió.
Cualquiera que lo hubiera visto parado frente a la puerta de rejas
abierta de par en par, con los brazos al costado del cuerpo, la expresión que
mezclaba el llanto y la sensación de de resguardo, la decepción de la tragedia
ya esperada hecha realidad y quién sabe cuántas otras sensaciones, hubiera
dicho que la casa lo invitaba a entrar con los brazos abiertos. Pero él no
podía ¿o no quería? Entrar. Cada segundo le trajo una sensación diferente y
todas se mezclaron en una especie de tempestad arremolinada. La duda era su
única seguridad.
Luego de eternos minutos inmóvil frente a las rejas, entró, cruzó el
pequeño pasillo hasta la puerta de entrada ajada por el sol y el tiempo. Otra
vez inmóvil y con aquel remolino desatado en su interior, se esforzó por
encontrar rápidamente la llave. No fue tan rápido como quiso pero la encontró,
y la inercia lo llevó a abrir la puerta.
Quería cerrar los ojos, más que nunca quería no haber ido, pero fue
valiente y no solo abrió los ojos, precipitó todos los sentidos siguiendo a la
puerta que lenta y ruidos (tan familiar) se abría ante él como las puertas
hacia un viejo reino de épocas sofocadas por el lento monstruo que es el
tiempo.
La casa… la casa… estaba gris, estaba muerta, era el fósil recuerdo de
un gigante dentro del que él creció. La realidad lo había abofeteado muchas
veces, pero nunca lo había atropellado de tamaña forma.
Su cara comenzó a desmoronarse mientras el tiempo se volvía a detener
en su mente; otra vez inmóvil frente a la grandeza de los efectos del tiempo,
que sin pausa destruyó todo rastro de lo que había sido de su vida.
No había podido entrar hasta que una ráfaga de recuerdos en forma de
esencia, de aroma llegó y todo volvió a vivir para él, su expresión cambió,
levantó la vista y, ahora sí, quiso entrar, quiso explicarse por qué el tiempo
no había podido matar ese inconfundible aroma a hogar.
Ahora estaba en casa, ahora podría volver a descansar después de 25
años de dormir con un ojo abierto.
Lentamente entró a la casa y la redescubrió poco a poco. Los colores de
las paredes, amarillas y añejadas por la humedad, el polvo y el tiempo, tiempo
que ya no recuperaría jamás, eran sólo una parte del alto precio que pagó por
un error, que 25 años en su pesadilla hecha calabozo le hicieron reconsiderar,
entender y enmendar. Ahora sería más frío, más calculador y menos humano que
antes.
Su caminata fue eternamente lenta, era un explorador, sin machete ni
sombrero borsalino, pero llegó luego de mucho tiempo, al baño donde antes se
había visto con pelo, joven, sano. El impacto de su imagen en el espejo, la
imagen de un hombre de cabeza afeitada, viejo, con la cara llena de cortes y
pliegues lo trajo de nuevo a la realidad, fue otro golpe respetable que la vida
le dio. Nada como la agriedad de aquella imagen para desatar otro tifón de
sensaciones. Un dolor en el pecho que no lo dejaba tragar ni respirar y en su
mente una película hecha con imágenes de tiempos felices, en familia, sus hijos
cuando lo amaban y el cabello de su esposa, su perfume, su sabor, su cara tan
bonita como nunca. Todo, todo lo que pasaba por la película estaba extinguido como
un fuego apagado luego de días de arder.
Extraño todo eso, y se preguntó cómo haría para encontrar nuevamente a
esas personas por las que hoy daría la vida pero que seguramente jamás puedan
volver a reconocerlo siquiera. Ahora no era más que una asquerosa mezcla entre
desertor y exiliado sin derecho alguno a asomarse a esas vidas que el idealiza
felices. Tal vez su sueño cumplid sea poder verlos desde el anonimato sentado
detrás de un diario en un banco de plaza, sintiendo el sabor amargo de saber que
jamás volvería a poder disfrutar de un momento con ellos, poder hablarles o
rogar su perdón y misericordia. Saber que realmente no lo merece es lo más
duro. Porque desde el día que decidieron dejar de visitarlo, tuvo la certeza
del desamor y el rechazo consecuencias de su error. La sentencia más dura no
fue la del juez, sino la de su familia que lo
crucificó, mirando al cielo de sus culpas desahuciado. Le mataron todas
las esperanzas de ser perdonado y volver a tener esa vida que hoy desgarra sus
entrañas haber perdido.
Pero ya nada vuelve el tiempo atrás. Tal vez algún día rehaga su
“vida”, si puede ser vida lo que se avecina para su futuro, una vida reducida a
trabajos para ex policías de culo sucio y legajos borrosos. Noches llenas de
excesos incapaces de curar ninguna herida. De vez en cuando algún ave de paso,
como pañuelo cura-fracaso.
Luego de recorrer la casa entera, solo pudo caer al suelo rendido ante
un día que lo exprimió y simplemente volvió a descansar, en casa, pero exiliado
de la vida como un perro esquivo.
Así fue un día en la vida de alguien que vuelve del infierno.