martes, 27 de diciembre de 2011

Paredes acolchonadas

Había una barra larga, el camarero, viejo y ofuscado, detrás de ella. Y también cuatro hombres sentados en una de las mesas, ninguno podría coordinar cuatro puñetazos seguidos, pero no estaba seguro si estaban con él.
Elmer Hutchinson puso su maletín en el suelo, mientras revoleaba una pierna sobre el taburete, un taburete viejo, casi tanto como el dueño del viejo bar Coolins. Tenía el tapizado débil y las patas un tanto desvencijadas.
Hutchinson pidió un whisky y lo tomó rápidamente. Nadie que sepa un poco de cómo besar un whisky como el que Elmer tomó lo haría tan raudamente. Era más que obvio que algo lo apuraba.
Yo estaba solo, en la mesa más alejada de la vida que Coolins tenía para mí. No creo que me haya visto. Yo creía haberlo visto, es que mi vista de policía retirado no era de fiar. Pero mi olfato de buscaproblemas sí que lo era.
En cuanto vi que el vaso de Hutchinson se extinguía, saqué unos billetes y los puse sobre la mesa, apuré mi Martini, busqué con desesperación las llaves de mi  Mónaco ’73 y salí lo más rápido que mis rodillas me permitieron.
La calle no pudo demostrarme mejor cuán hundidos en otoño estábamos. Un día fresco, perfecto para un buen saco añejado por años de servicio. Un día hermosamente gris en el que el cielo se reflejaba poéticamente en el asfalto. Algunos pájaros volando bajo nubes llenas de esa luz blanca que a las 6.30 de la tarde te llena de versos. Y mis ansias de volver al ruedo. Todo era perfecto
La calle estaba llena de edificios en construcción y casas abandonadas, ventanas tapiadas y lugares obscuros, claramente no era un lugar donde un correcto hombre de familia iría.
El coche, al que siempre llamé Rudy, sabía bien cuando funcionar a la perfección. Y ahora era un momento más que oportuno.
En el primer intento, el corazón de Rudy rugió y yo esperaba en él, mientras encendía un puro.
Unos minutos después, Hutchinson salió y se zambulló en su coche, un Continental bordó. Su valija parecía mucho más pesada que antes.
Antes de salir detrás de él, pensé muy detenidamente en porqué me lo encontré, si era realmente ese mi destino, o si simplemente era un viejo retirado con mala suerte que se encontró con aquel quien fuera un muchacho hace muchos años.
Recordé a aquel muchacho que sentía llevarse al mundo con él y me recordé explicándole la vida y también recordé su apatía.
Yo le había dado el último aviso, pero después de algunos robos de cabotaje, su situación se puso turbia. No tenía más remedio que corregirle. Y sin embargo, los años fueron más rápidos que el policía que fui. Y ahora, fuera de servicio, con “asuntillos psicológicos” y reuma en las rodillas, me disponía a arriesgar lo que me quedaba de “vida” (si esto es vida) persiguiendo al muchacho que fue y al hombre que es. Ese que se burló de mí innumerables veces. Ese que hoy estaba en una grande. Lo sabía, no sé cómo, pero estaba más que seguro que estaba en una enorme.

No dudé más, y lo seguí. Comenzó a garuar y a obscurecer de a poco. Quise un café, pero solo tenía mi puro, que se extinguía como aquel atardecer.
Cuando salimos de ese barrio de casas pobres e historias que arden, tomamos una autopista, llena de luces que disfrazaban la noche que caía sobre la cuidad.
Su coche era rápido, pero bajo mi pie derecho, Rudy, podría dar pelea. Lo mantuve a distancia prudente los 14 kilómetros hasta que llegamos a aquel pequeño caserío.
Hutchinson se detuvo en una casa muy pequeña de donde salieron 2 hombres de hombros grandes y cuerpos fuertes, armados y sin pudor de mostrar sus dos revólveres. Luego de que ellos subieron frenética y rápidamente, Elmer salió dejando una estela de dudas en mí. No tuve miedo, pero dudé.
Lo seguí y vi cómo se preparaba a entrar en un viejo motel. Su nombre, Gloria, aunque faltaba la “i”, la deduje por la marca en la vieja pintura. Muy lentamente dejé a Rudy donde mejor creí para en silencio buscar mi pistola dentro del baúl y muchas balas. SI, ESTABA LISTO PARA LA ACCIÓN.
Ajusté mi cinto de cuero y mis jeans. Caminé cauteloso hacia el portón entreabierto del playón del Gloria. Eché un vistazo y sólo vi a Hutchinson y sus dos hombres-ropero. Pero alguien abrió el portón, entonces, eran por lo menos 4 en total.
Busqué una segunda entrada auxiliar. Debía tenerla, era un motel.
Entonces me metí entre viejos escombros y pude llegar a la salida de emergencia, hacia la cual sólo llegaría trepando, ya que la escalera herrumbrada y dañada era una trampa mortal. Saqué fuerzas de donde pude y flexioné mi rodilla, empezando mi escalada maratónica, en la que las flexioné varias otras veces.
Rozando el llanto llegué a la puerta que extrañamente abrió sin muchos esfuerzos. Ese fue un alivio. Procedí a entrar. Y en cuanto entré escuché dos voces distintas. Me escondí detrás de la primer pared que vi, topándome con un hacha de esas que se usan en los incendios.
La puerta de emergencias abierta, sería la trampa perfecta pensé. Decidido rompí el vidrio y arranqué enérgicamente el hacha. Los dos hombres (al menos dos) llegaron corriendo a mi trampa, donde uno murió al instante de una certera arremetida de mi hacha contra su yugular y el segundo (y último) quedó idiota de un hachazo errado que le dio con la culata en la sien. Permitiéndome proceder a invitarlo a caer por la puerta de emergencia hasta la trampa de la escalera, la cual entró dos veces en su pecho saliendo por su espalda.
La adrenalina corría y yo ya no sentía las rodillas, ardían, quemaban, desgarraban, pero este viejo seguía. Y ya me había cargado a dos de los malos.

Con un hacha de bombero, me dirigí según mi olfato hacia el comedor del Gloria, donde encontré cantidad de mesas rotas y roñosas y en otras dos, dos platos de comida sin terminar. Recé que fueran los de mis dos amigos fanáticos del hacha.
Mi pulso se agitaba, mi corazón trataba de seguir a mi instinto y mis rodillas se envolvieron en llamas cada vez más ardientes. Era viejo pero sabía qué hacer, salvo por el detalle de que no tenía refuerzos esta vez.
Esta era la mía o la de ellos.
Escuché la voz de Hutchinson llamando a los del hacha y me apuré por el pasillo, hasta que este se terminó y sólo pude entrar en una habitación, la 210.
Trabé la puerta como pude, y luego noté que la 210 tenía un balcón que daba al playón, y allí, el Continental junto a uno de los roperos de Hutchinson.
Estaba perfectamente ubicado para darle su merecido a aquel tipo, pero mi pulso, la distancia y mi escasa vista me hacían dudar.
Luego de matarlo esperaría a Elmer en la habitación, sentado y con otro puro entre los labios.
¡Ese si era yo!, el de siempre.
Asique en forma de brindis por lo que fui, rodilla en tierra (¿eso aún era una rodilla?), disparé dos veces. Hombro, y luego pecho fue el orden de mi puntería.
A decir verdad no era tan duro como parecía, cayó rápida y fácilmente.
El problema fue que mis disparos sonaron hasta el más recóndito rincón del Gloria. Y…      …empecé a sentir que el aire no me llegaba a los pulmones, no tenía más fuerzas y alguien me llamaba. Comencé a soñar con paredes acolchonadas y mugrientas por los años. Una voz de mujer me gritaba, cosquillas en los brazos y todo que giraba. Temí, temí…

No sabría decir cuánto duró pero pareció poco, a pesar de que estaba en el suelo.
Como pude, con las rodillas en el infierno, me levanté y abrí la puerta mientras mi pulso se sacudía, mis dedos torpes entrelazaban mi pistola y mis piernas me hacían sentir que flotaba.
Caminé rodeado de miedos de todos los colores y aromas, rodeado por paredes llenas de humedad de años y papeles despegados, con motivos familiares tétricamente arruinados.
Inmediatamente después escuché una voz que llegó muy rápido a mí. ¡Sí! el segundo ropero.
¡Pero con mi hacha en la mano! ¿Cómo pudo…?
El segundo corrió hacia mí mientras yo trataba de levantar mi arma y apuntarle entre los dolores, el miedo, los temblores. Tanto tardé en gatillar que diría que el hacha me rozó la cara.
Él también cayó rápido.
Ahora me encontraba corriendo por los pasillos, mis rodillas eran parte de la historia. Ahora las vería en fotografías solamente. Y otra vez no hubo más aire…

 No hubo nada, no hubo nada más cuando el pasillo terminó. Solo un frío duro, que era muy familiar.
No pude mover mis brazos. Estaba atado y rodeado de un charco de sangre. Las paredes acolchonadas y mis rodillas peladas que sólo podían sangrar y una jeringa que me quería morder.
Paredes acolchonadas… paz y un dolor que se apagaba mientras el agua de la jeringa se llevaba todo lo que giraba. Algunas luces llegaban junto con trajes blancos.
Ya no sé donde estoy, donde esta Hutchinson y su Continental, no sé nada.

Esas paredes acolchonadas que van y vienen.

¡Me arden las rodillas!

 - ¡Hutchinson! ¡Quédese quieto! Va a ser peor, permítanos tranquilizarlo.
 - ¡Atalo Mary! Y pasame la jeringa

¡Me ardeeee!