martes, 27 de marzo de 2012

En la esquina. Donde cualquier cosa puede esconderse


El frío se deslizaba cual ágil ladrón por debajo de la puerta, tan suave como la seda y tan penetrante como una aguja. Llegaba hasta los huesos.
En la esquina de esa habitación sin ventanas y sin luces encendidas, con la cabeza hundida entre las piernas estaba, sollozando derrotas y nostalgias aquel hombre. Un hombre no muy adulto, aunque parecía que la vida se había llevado sus años dorados. Entonces, así, parecía más viejo que en el DNI.
Una .45 en la trémula mano derecha iba a ser gatillada por el diablo, el demonio o la justicia divina. Pronto. Muy pronto
De pronto, como por obra de un milagro, abrió los ojos, elevo apenas su cabeza y entre la distorsión que las lágrimas le producían pudo ver la línea de luz amarilla y ocre que se delineaba por debajo de la puerta. Quiso mirar al cielo.
Se arrepintió, eso no era para él.

Mientras gritaba enredado en su propio llanto y se hundía aún más en el colchón, su mente comenzó a recordar viejos tiempos.
Recordó a Mariel y su refulgente muñeca de trapo en navidad, recordó a Julián corriendo por el hermoso jardín que supo criar semana a semana.
Lloró más que nunca en su vida (o eso creía) cuando llegó Marilín. Creyó llorar sangre y no sólo sal transparente. Desgastado como estaba, sin embargo, recordó haberla conocido con un yeso en el brazo y la cara invadida de acné. Los dos llenos de fuerza y vigor. Llenos de miedos y la adrenalina necesaria para desafiarlos.
La vio, joven, hermosa y sonrió seca y amargamente. Recordó sus cuerpos trenzados en la semioscuridad del nido que ambos entibiaban. La recordó, toda. Y nunca dejó de escuchar su vos.

Los niños. Su imagen, otra vez sacudió lo poco que quedaba de sus sesos.
Esta vez se arañó la cara, y ahora sí que lloraba sangre.

La crianza de los niños era un sueño de ella, no de él. Pero se lo concedió. Era un buen esposo.

Notó que la casa estaba llena de un profundo y frío hedor sanguíneo que se inmiscuyó en su nariz, luego garganta y más tarde vientre. Pocos minutos más tarde, un espasmo estomacal le hizo devolver la cena. Luego, la sensación del calambre abdominal le retorció hasta los testículos.
Justo cuando sintió que no podía seguir, su mente jugó una última carta y se lo llevó de viaje.

Comprar la casa fue la victoria más grande que se computan. Él y Marilín lo habían logrado en cinco años. Dos empleos para el caballero y la dama cursó la carrera de abogacía mientras cuidaba niños durante las tarde-noches.
El primer asado, lleno de familia y risas. El primer bebé, que llenó la casa de brillo. Sus primeros años juntos.
Luego, inevitablemente, los años pasaron y llegó el primer ataque, estaba solo y destruyó el proyecto de carpintería del sótano. Un accidente para los demás. Una pesadilla inconclusa y con dos protagonistas en primera persona para él. Jamás supo de dónde salió aquel hombre de cara desencajada que rompió todo a su paso hasta llegar al desmayo y posterior preinfarto.
Semana y media después tenía la salud de un potro y salía nuevamente a correr con el correcto vecino de junto. Manuel.
Seis meses después Manuel fue atropellado por un desalmado colectivo de línea.
Lo mismo con el perro de Mariel, salvo por el profundo y extraño corte de hacha en su lomo.
Nada que unas vacaciones de retiro en la montaña no pudieran remediar. Le habían venido como anillo al dedo.
Todo lo contrario para el encargado del hotel que resbaló y destruyó sus anteojos, dientes y mandíbula contra el mostrador. Según el diario local, el tablón del mostrador parecía haber sido mascullado por una criatura extraña.

El viaje de su mente se había vuelto obscuro y se remontaba a muy lejos. Él ya no era ese. ¿No?
No, claro que no. Era un esposo ejemplar. Sacaba siempre la basura a horario. Los viernes por la tarde entraba a la casa con dulces y películas para los niños, y cosillas interesantes para él y Marilín. El sábado por la mañana era de Julián y durante la tarde Mariel patinaba en el club del barrio. La noche del sábado era la noche más romántica de la semana, cuyo puntapié inicial era una cena con velitas junto a Marilín. Los domingos eran de esparcimiento.
El resto de la semana era de casa al trabajo, del trabajo a casa.
Este recuerdo de vida cotidiana le dio esa sensación de estar en casa que te da una manta caliente cuando salís de un gélido río. Pero segundos después volvió a ser consciente que todo era pasado. Todo había terminado.

Un disparo. Mucha sangre. Y mucha policía.

“La policía ingresó en la residencia Cassare por la fuerza, guiados por llamados al 911 de vecinos que aseguraban haber escuchado gritos y horas después, un disparo.
Los hijos del presunto asesino fueron ultimados con un gancho y aparentemente destripados. Su esposa fue tirada desde lo alto de las escaleras y vaciada de órganos en su totalidad.
Siguiendo el rastro de los mismos, los agentes de la fuerza llegaron a la habitación de huéspedes.
Aparentemente, la falta de ventilación en la misma concentró el hedor de efluvios orgánicos provenientes de la esposa. Muchos de ellos en las fauces del cónyuge quien tenía marcado un mapa de arañazos en la cara y el pecho. El supuesto asesino terminó su vida con una .45. El barrio está conmocionado.
Según vecinos eran una buena familia.”

jueves, 22 de marzo de 2012

Mis partes



Aquel día no pude sentir mi propio dolor. Sin embargo, allí estaba. Hoy lo sé.
Lo que sucedía era que el de Ella era mayor, más lógico y más importante que el mío. Tenía más derechos sobre aquella tragedia que yo. Y que cualquiera.
Así vi por primera vez la cara que veré siempre desde aquel el día negro y frío de la tragedia.
Sus ojos, desalineados. Sus pliegues, más profundos. Su dolor, más presente. Su fuerza, aún más desafiada (por más imposible que parezca) son lo que hoy mis ojos y los de cualquiera ven. Yo también puedo sentirlo, lo lamento por mí.
Acepto que por momentos me encanta recordar su antiguo rostro y sus dedos suaves y tibios que lavaban mi cara en miniatura, crispada a fin de evitar que el agua se colara por mis ojos dormidos.
Pero recuerdo aquella cara y no puedo evitar compararla con la nueva, la que sufrió un nuevo vendaval. Es allí cuando me desmorono

Una vez (en el día negro) prometí cuidarla más que a mí de mis propios terrores. Mientras me llevaba por última vez el calor de mi ídolo.
Y juro que estoy listo para hundir la cara en medio del fuego ardiente y aspirar con una sonrisa pintada en la cara el aire y el fuego vehementes. Sólo para que ella vea más colores en el cielo. Sin importar cuánto duren los segundos de desgarrante ardor, si es que existen, lo haría una y otra, y otra vez.

Creo que la amo.
Lo que tengo por seguro es que ella me ama más. Porque me dio todo, hasta lo más valioso que tiene y tendrá. Su tiempo (algo que a su edad brilla cada vez más por su ausencia y escasez). También estoy seguro de que la admiro y de que necesito de ella tanto como respirar.
Es tal el tamaño del amor que le tengo (si, ahora estoy seguro) que cuando la vi recostada sobre su amuleto (ya en aquél momento era sólo eso) llorando e implorándole que ahora fuera feliz. Con la esperanza de que se encuentre con aquel amuleto que compartieron. Tengo la certeza de que hubiera querido gritar, pues toneladas de dolor colgaban de mis entrañas desgarrándome adentro. Desde la garganta al apéndice. Estirándolos con una expresión de morbo. Observando.
A pesar de todo, de mi necesidad imperante de gritar, no grité. Fui respetuoso de su ritual. Debía respetarlos, era su último momento.
Entonces apoyé mi espalda en la pared y esperé a que mi dolor se hiciera líquida sal y en silencio sangré. Por ella. Por su dolor.
Jamás vi nada igual. Creo que además de ver dolor y ausencia, vi amor. El amor más grande que he visto hasta hoy. Ella con su espalda aullante de dolor, recostada, en puntas de pie sobre Él, besándolo por última vez. Era el amor de su vida.
Esa es mi imagen del dolor, es lo que me hace llorar como un recién nacido que siente el frío del mundo y comienza a extrañar el tibio amor en el que nueve meses fue única e irrepetiblemente feliz.
A mi mente llegaron todas las historias de su dolor, todas las que conozco, con las imágenes que creé para cada una. En ese instante me di cuenta que aún es aquella niña que a los cuatro años vio su vida desmoronarse por primera vez, abrazando a una mamá que no lo era.
Me di cuenta cómo fue su cara al despedir un hijo de dos años.
Me di cuenta que esa cara es la misma que hace 70 años y es la misma que todos los días me desea suerte con su corazón. La que durante la noche reza por Él y, a veces, por mí. La que me formó. La que me enseñó tantas cosas.

Estoy temblando, veo todo como bajo el agua y siento que no puedo más, y esto es sólo el recuerdo.

Sé que soy un afortunado. También se que no lo merezco, pero aún así la disfruto. Y Daría todo el tiempo que me quede por haber podido abrazarla cuando lo necesitó. Por haber podido estar ahí. Me gustaría haber sido su ángel. Porque ella es el mío. Lo sé, lo siento.

Hoy me necesita, hoy puedo abrazarla. Y lo hago, y lo haré. No tiene tamaño, a veces dudo que sea real. Pero jamás dudo que es lo mejor que tengo.

Ya no puedo seguir.

Te amo. Sé que es poco, pero es lo mejor de mí.