viernes, 3 de agosto de 2012

Firmamos contrato


Firmamos contrato.
Eso pensó un tanto preocupado porque conocía al dueño de la oficina. Ese doctor, juez y “buen marido” que tenía las manos manchadas de sangre de gente culpable y otra no tanto.
Firmamos contrato también le significó un alivio porque necesitaba realmente la plata. El mes terminaba, el alquiler clamaba y hasta Marco se quejaba del alimento balanceado barato, a veces parecía no recibirlo de la misma manera cuando llegaba a la madrugada y sólo necesitaba un buen aguardiente, un buen resumen de boxeo y un perro compañero para poder irse al sobre un poco más relajado. Eso era realmente su único hogar en la cuidad de la furia.
Firmaron contrato rodeados de una espesa mezcla del humo de los habanos importados del juez y de los cigarrillos húmedos que Rafael había encontrado en la campera del auto. La de emergencia, perfecta para cuando los días de Buenos Aires se vuelven grises y plateados por la garúa, y el viento, que castiga fustigando la cara con diminutas gotas como agujas.

La oficina parecía una cuidad, las pilas de libros y carpetas  hacían las veces de edificios marchitados, llenos de historias de llorar y de cuestiones judiciales rebuscadas como las ex esposas. Todo era un desorden, todo gris, amarillento, viejo y gastado.
El calendario cantaba un 17 de junio de 1998, curiosamente con tres años exactos de atraso.
El velador, con la lámpara quemada, danzaba con un histérico vaivén sobre el endeble escritorio en el que los dos hombres se medían. Tan endeble como la confianza que Rafael tenía sobre el acuerdo.
Según el contrato, Rafael sería el chofer del juez; pero en realidad era el encargado de hacer el seguimiento de la prolijísima esposa del juez, veinte años menor, quien supuestamente estaba siéndole infiel al honorable cónyuge.
Según el juez explicó ofuscadamente, ella parecía no estar durante el día en la casa. Cuando él la llamaba ella atendía agitada o desde la calle, esto sucedía lunes y jueves desde hacía seis meses aproximadamente.

La rutina de Jimena era muy simple, de casa a la casa de mamá y de allí al shopping una vez por semana. Los martes eran las noches de juezas. Junto a otras tres esposas de jueces, ella tomaba Tía María y miraba películas de amor hasta la madrugada. El gimnasio estaba en casa y los viernes eran las noches de cena con pétalos y velitas junto al juez. El fin de semana se plagaba de aventuras por toda Buenos Aires junto a su esposo.
El simple horario de la dama yacía estampado con pulso fuerte y seguro en una hoja deshilachada y amarilla del viejo anotador de Rafael.
No hubo más que apurar el whisky de invitados, apagar el tercer cigarrillo de asqueroso sabor húmedo y un pertinente apretón de manos para que Rafael saliera de ahí. Fugaz…

El frío de afuera frenó el paso apurado de Rafael y lo obligó a hundirse precipitada y nerviosamente en la madriguera de su gastado sobretodo. Se tanteó los bolsillos, encendió otro cigarrillo vencido y se metió en su coche.
La noche había caído y Buenos Aires llenó de luces y marquesinas el camino a casa. Llegó a su 2°b, teniendo que buscar a Marco para poder saludarlo. Fue recibido muy fría y acartonadamente por su amargado compañero fiel.
No tardó en abrir la heladera. Sólo pudo sacar una cerveza y dos porciones de pizza, dejándola así totalmente vacía. Se sentó con su suculenta cena al escritorio de la computadora, donde un ícono le recordó que debía resolver el traumático divorcio, pero automáticamente alejó esa idea, había que comenzar a buscar algo.

Los nombres de las juezas estaban limpios, entonces, todo se centraba en acomodar su itinerario y comenzar con el seguimiento.
El principal interrogante giraba sobre por qué ella estuvo dos veces por semana, cada semana de los últimos seis meses en la calle, con un amante. No resultaba algo común para encuentros aventurosos el estar tan en público. Sobre todo para alguien tan indefensa y en peligro como Jimena, la esposa de uno de los jueces más corruptos de que Rafael tenía cuenta. Realmente no es una idea muy feliz pasearse a calzón quitado con un amante dos veces por semana por las calles de Buenos Aires.

El amanecer del lunes fue duro. Tenía mucho hambre y una jaqueca que no lo dejaba ni pensar. La barba, que era un rastrojo, y la piel cuarteada de su cara conformaban una pintura de terror. Como pudo se rearmó y bajó hasta el auto. Condujo hasta el bar de siempre, engulló tres medialunas y tomó un café negro; una inyección de cafeína directo en las venas para empezar aquel día.
El reloj que alguna vez perteneció a un delincuente (cien años de perdón, dicen) marcó en la muñeca de Rafael las 10:23 cuando por fin Jimena de salió de la ostentosa casa. Para esta altura el sudoku y la claringrilla habían sucumbido bajo la birome del detective, dentro de aquel coche viejo al que nadie prestó atención.

Ella salió muy rápido en su deportivo rojo y él no tardó en seguirla.
Finalmente, en los alrededores de un barrio muerto, de casas abandonadas y fábricas grises de vidrios rotos, ella se detuvo. Él lo hizo también a una distancia prudente sin olvidar su arma ni sus cigarrillos.
Los refinados tacones de la dama repicaban apuradamente en toda la cuadra. Ella entró con mucha precaución en una fábrica de ultratumba, putrefacta y hundida en los cimientos de su historia muerta. Jimena abrió con la llave.
Por suerte para Rafael ella no dio ninguna vuelta a la cerradura una vez adentro. Él llegó agitado porque apuro el paso, y porque fumaba tres o cuatro atados de basura por día.
Luego de que pasara un tiempo prudencial, abrió.
El interior de la vieja fábrica era un viaje en el tiempo. Al futuro. Era pulcra y moderna.
Dos pasos más adentro de la puerta bastaron para que una gorda mujer le diera de prepo un traje blanco y un barbijo, sin siquiera mirarlo a la cara. Rafael no dudó, y en menos de 5 minutos era una hormiga más en aquel hormiguero. Tuvo que firmar el registro de asistencias y comenzó un poco confundido la búsqueda de la joven señora.
Aquel galpón viejo y rotoso era un laboratorio descomunal de producción de drogas, claramente metanfetaminas.

Dónde estaba ella, pasó a un segundo plano.
La pregunta ahora era ¿Cómo explicarle al juez que su “querida”  en realidad era quien estaba sintetizando el producto que hacía furor en el mercado? ¿Cómo decirle que era la reina?
Rafael no lo dudo un segundo, se había topado con ella, con la única, con la que era seguramente la mujer más poderosa, con la misma que había mandado a matar a su ex compañero en la fuerza, a Joaco.

En estos últimos tres meses sólo pudo recordar las caras de esos chicos, sus hijos y no paró de no dormir pensando porqué ya no eran compañeros. Pensando en ella, en la utópica, prolija, perfecta, frágil y sabrosa amante del comisario con la que sacó el boleto de partida deshonrosa de la fuerza.
 Culpa – culpa giraba. Iba y venía dentro de su cabeza.

Al fin de cuentas estaba en el famoso y secreto laboratorio de metanfetaminas, perteneciente a la mujer que mandó a matar a su entrometido compañero; que había dejado de serlo hacía ya cuatro meses por una calentura, la misma calentura que lo echó de casa y alejó a sus hijos obscureciendo y llenando de soledad su vida.
Estar aquí era la posibilidad de llevárselo todo, de cobrarle venganza a la vida, que parecía haber estado jugando con él todo este tiempo.
Ya no había nada solo sed de venganza y muchas ganas de una pizca de satisfacción.
La mataría.
Huiría.
Comenzaría de nuevo. Si podía.

Por un eterno instante no existió nada a su alrededor. La sangre en sus venas bullía frenéticamente, cada vez más caliente. Su mente comenzó a pensar rompiendo la barrera del sonido. Sus vellos se crisparon. Sus músculos se prepararon, inundados de adrenalina y su visión se agudizó. Ahora Rafael sentía emoción en su vida. Ahora era un sabueso rabioso.
Comenzó a caminar hacia el fondo del taller, ciego. Allí, en la parte alta se podían ver oficinas o algo por el estilo. Caminaba pero se desgarraba las neuronas una por una por poder correr.

Al fin del siglo de caminata, comenzó por trepar las escaleras caracol. Las oficinas contaban con pequeñas ventanitas. En la segunda de la derecha, la cara desencajada de Jimena brahmaba al entrecejo de un empleado.
 Rafael esperó en la puerta a que ella saliera.

– ¿Qué querés vos?
– Es… que… Señora, es su auto.
– ¿¡Qué!? ¿Qué le pasó?
– Lo chocaron – él dio media vuelta hacia la salida. Ella caminó, enajenada, detrás de él y luego de medio minuto ya estaban en la calle.
– ¡¿Dónde?! ¡No tiene nada!
– Del otro lado. Acá. Venga – ella lo siguió

La sangre solo dejó dos gotones en el asfalto y las cubiertas luego se fundieron en él dejando una estela de humo pesado lleno de recuerdos de una vida sin sol.

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