martes, 9 de octubre de 2012

Buenos Aires


Caminaba silbando y pateando latas solo, en medio del otoño puro, entre remolinos ruiseñores de hojas amarillas y crocantes, oliendo el frío de aquella calle.
Pasó por mil melodías y sus pies ya no pisaban el suelo.
Juntaba unas cuantas hojas y las soltaba cual palomas, en el viento. Como un regalo de él a la vida. Como para devolverle un poco de todo lo libre que la vida lo había vuelto.
Los autos brillantes y pulcros que pasan por las calles de duro y áspero gris dirían que es un paria. Pero la felicidad de este niño de pelos blancos y rojizos es inalcanzable realmente por ellos.
Este hombre flota mientras las melodías de su boca cuentan historias de magia y amor. Nosotros no podemos sacarnos el reloj, simplemente regalarlo a algún niño lloroso y correr entre las hojas riendo a carcajadas por cómo vuelan éstas a nuestro paso. Nosotros estamos muy ocupados trabajando en un futuro mejor y más feliz, para nuestros hijos, para nosotros, o para la mujer que amamos. Nosotros nos perdemos las cenas entre amigos, nosotros ya no leemos cuentos de hadas a medianoche sentados a los pies de una pequeña cama. Nosotros simplemente no tenemos tiempo para remontar barriletes los domingos por la tarde. Pero nosotros SI somos felices, nosotros NO somos parias.
A fin de año brindamos con espumas y dejamos caer lágrimas porque a cierta gente la vemos 4 veces al año, y porque a otra gente ya no la vemos más.
Y aquél hombre de flecos danzantes y cabellos peinados por el otoño es un paria. Aquel hombre juega todo el día con algún perro y se las arregla con Tito para comer alguna nada entre los dos, compartida, porque así vale más.
Para él las calles no son tan grises, están graciosamente llenas de enredaderas y puentes. Llenas de besos adolescentes, correteos de los chicos y viejitos tomados de la mano.
¿Entonces también está loco?
Entonces comienza de nuevo a silbar la primer melodía, trayendo consigo a todos sus ancestros, sus amigos, sus personas. Todos de la mano giran alrededor del fuego sagrado y son felices, se ven las caras y lloran de alegría. Entonces nunca está solo. Nunca, aunque duerma en el frío de las noches y ya nadie le diga “hasta mañana”. Nunca, ni siquiera porque ríe de sus pensamientos, él solo, tampoco está solo porque ya ningún hermano lo vea más, ni porque su acaudalada hija y sus 2 nietecitos tengan nombres que ya no recuerda.
Él es feliz en Buenos Aires pateando latas de acá para allá, pensando que algún día quiere tomar el subte y escuchará su obra bohemia. La felicidad se la inventa, no tiene que comprarla, ni se la debe a nadie.
Sigue silbando y las bocinas infernales ya no se escuchan más, la noche ha detenido al viento juguetón y el frío toma otras dimensiones. Su silueta, desflecada, se pierde entre los puentes y enredaderas que nadie ve, su alma sigue descansando y su vida sigue girando alrededor de cosas pequeñitas…

viernes, 3 de agosto de 2012

Firmamos contrato


Firmamos contrato.
Eso pensó un tanto preocupado porque conocía al dueño de la oficina. Ese doctor, juez y “buen marido” que tenía las manos manchadas de sangre de gente culpable y otra no tanto.
Firmamos contrato también le significó un alivio porque necesitaba realmente la plata. El mes terminaba, el alquiler clamaba y hasta Marco se quejaba del alimento balanceado barato, a veces parecía no recibirlo de la misma manera cuando llegaba a la madrugada y sólo necesitaba un buen aguardiente, un buen resumen de boxeo y un perro compañero para poder irse al sobre un poco más relajado. Eso era realmente su único hogar en la cuidad de la furia.
Firmaron contrato rodeados de una espesa mezcla del humo de los habanos importados del juez y de los cigarrillos húmedos que Rafael había encontrado en la campera del auto. La de emergencia, perfecta para cuando los días de Buenos Aires se vuelven grises y plateados por la garúa, y el viento, que castiga fustigando la cara con diminutas gotas como agujas.

La oficina parecía una cuidad, las pilas de libros y carpetas  hacían las veces de edificios marchitados, llenos de historias de llorar y de cuestiones judiciales rebuscadas como las ex esposas. Todo era un desorden, todo gris, amarillento, viejo y gastado.
El calendario cantaba un 17 de junio de 1998, curiosamente con tres años exactos de atraso.
El velador, con la lámpara quemada, danzaba con un histérico vaivén sobre el endeble escritorio en el que los dos hombres se medían. Tan endeble como la confianza que Rafael tenía sobre el acuerdo.
Según el contrato, Rafael sería el chofer del juez; pero en realidad era el encargado de hacer el seguimiento de la prolijísima esposa del juez, veinte años menor, quien supuestamente estaba siéndole infiel al honorable cónyuge.
Según el juez explicó ofuscadamente, ella parecía no estar durante el día en la casa. Cuando él la llamaba ella atendía agitada o desde la calle, esto sucedía lunes y jueves desde hacía seis meses aproximadamente.

La rutina de Jimena era muy simple, de casa a la casa de mamá y de allí al shopping una vez por semana. Los martes eran las noches de juezas. Junto a otras tres esposas de jueces, ella tomaba Tía María y miraba películas de amor hasta la madrugada. El gimnasio estaba en casa y los viernes eran las noches de cena con pétalos y velitas junto al juez. El fin de semana se plagaba de aventuras por toda Buenos Aires junto a su esposo.
El simple horario de la dama yacía estampado con pulso fuerte y seguro en una hoja deshilachada y amarilla del viejo anotador de Rafael.
No hubo más que apurar el whisky de invitados, apagar el tercer cigarrillo de asqueroso sabor húmedo y un pertinente apretón de manos para que Rafael saliera de ahí. Fugaz…

El frío de afuera frenó el paso apurado de Rafael y lo obligó a hundirse precipitada y nerviosamente en la madriguera de su gastado sobretodo. Se tanteó los bolsillos, encendió otro cigarrillo vencido y se metió en su coche.
La noche había caído y Buenos Aires llenó de luces y marquesinas el camino a casa. Llegó a su 2°b, teniendo que buscar a Marco para poder saludarlo. Fue recibido muy fría y acartonadamente por su amargado compañero fiel.
No tardó en abrir la heladera. Sólo pudo sacar una cerveza y dos porciones de pizza, dejándola así totalmente vacía. Se sentó con su suculenta cena al escritorio de la computadora, donde un ícono le recordó que debía resolver el traumático divorcio, pero automáticamente alejó esa idea, había que comenzar a buscar algo.

Los nombres de las juezas estaban limpios, entonces, todo se centraba en acomodar su itinerario y comenzar con el seguimiento.
El principal interrogante giraba sobre por qué ella estuvo dos veces por semana, cada semana de los últimos seis meses en la calle, con un amante. No resultaba algo común para encuentros aventurosos el estar tan en público. Sobre todo para alguien tan indefensa y en peligro como Jimena, la esposa de uno de los jueces más corruptos de que Rafael tenía cuenta. Realmente no es una idea muy feliz pasearse a calzón quitado con un amante dos veces por semana por las calles de Buenos Aires.

El amanecer del lunes fue duro. Tenía mucho hambre y una jaqueca que no lo dejaba ni pensar. La barba, que era un rastrojo, y la piel cuarteada de su cara conformaban una pintura de terror. Como pudo se rearmó y bajó hasta el auto. Condujo hasta el bar de siempre, engulló tres medialunas y tomó un café negro; una inyección de cafeína directo en las venas para empezar aquel día.
El reloj que alguna vez perteneció a un delincuente (cien años de perdón, dicen) marcó en la muñeca de Rafael las 10:23 cuando por fin Jimena de salió de la ostentosa casa. Para esta altura el sudoku y la claringrilla habían sucumbido bajo la birome del detective, dentro de aquel coche viejo al que nadie prestó atención.

Ella salió muy rápido en su deportivo rojo y él no tardó en seguirla.
Finalmente, en los alrededores de un barrio muerto, de casas abandonadas y fábricas grises de vidrios rotos, ella se detuvo. Él lo hizo también a una distancia prudente sin olvidar su arma ni sus cigarrillos.
Los refinados tacones de la dama repicaban apuradamente en toda la cuadra. Ella entró con mucha precaución en una fábrica de ultratumba, putrefacta y hundida en los cimientos de su historia muerta. Jimena abrió con la llave.
Por suerte para Rafael ella no dio ninguna vuelta a la cerradura una vez adentro. Él llegó agitado porque apuro el paso, y porque fumaba tres o cuatro atados de basura por día.
Luego de que pasara un tiempo prudencial, abrió.
El interior de la vieja fábrica era un viaje en el tiempo. Al futuro. Era pulcra y moderna.
Dos pasos más adentro de la puerta bastaron para que una gorda mujer le diera de prepo un traje blanco y un barbijo, sin siquiera mirarlo a la cara. Rafael no dudó, y en menos de 5 minutos era una hormiga más en aquel hormiguero. Tuvo que firmar el registro de asistencias y comenzó un poco confundido la búsqueda de la joven señora.
Aquel galpón viejo y rotoso era un laboratorio descomunal de producción de drogas, claramente metanfetaminas.

Dónde estaba ella, pasó a un segundo plano.
La pregunta ahora era ¿Cómo explicarle al juez que su “querida”  en realidad era quien estaba sintetizando el producto que hacía furor en el mercado? ¿Cómo decirle que era la reina?
Rafael no lo dudo un segundo, se había topado con ella, con la única, con la que era seguramente la mujer más poderosa, con la misma que había mandado a matar a su ex compañero en la fuerza, a Joaco.

En estos últimos tres meses sólo pudo recordar las caras de esos chicos, sus hijos y no paró de no dormir pensando porqué ya no eran compañeros. Pensando en ella, en la utópica, prolija, perfecta, frágil y sabrosa amante del comisario con la que sacó el boleto de partida deshonrosa de la fuerza.
 Culpa – culpa giraba. Iba y venía dentro de su cabeza.

Al fin de cuentas estaba en el famoso y secreto laboratorio de metanfetaminas, perteneciente a la mujer que mandó a matar a su entrometido compañero; que había dejado de serlo hacía ya cuatro meses por una calentura, la misma calentura que lo echó de casa y alejó a sus hijos obscureciendo y llenando de soledad su vida.
Estar aquí era la posibilidad de llevárselo todo, de cobrarle venganza a la vida, que parecía haber estado jugando con él todo este tiempo.
Ya no había nada solo sed de venganza y muchas ganas de una pizca de satisfacción.
La mataría.
Huiría.
Comenzaría de nuevo. Si podía.

Por un eterno instante no existió nada a su alrededor. La sangre en sus venas bullía frenéticamente, cada vez más caliente. Su mente comenzó a pensar rompiendo la barrera del sonido. Sus vellos se crisparon. Sus músculos se prepararon, inundados de adrenalina y su visión se agudizó. Ahora Rafael sentía emoción en su vida. Ahora era un sabueso rabioso.
Comenzó a caminar hacia el fondo del taller, ciego. Allí, en la parte alta se podían ver oficinas o algo por el estilo. Caminaba pero se desgarraba las neuronas una por una por poder correr.

Al fin del siglo de caminata, comenzó por trepar las escaleras caracol. Las oficinas contaban con pequeñas ventanitas. En la segunda de la derecha, la cara desencajada de Jimena brahmaba al entrecejo de un empleado.
 Rafael esperó en la puerta a que ella saliera.

– ¿Qué querés vos?
– Es… que… Señora, es su auto.
– ¿¡Qué!? ¿Qué le pasó?
– Lo chocaron – él dio media vuelta hacia la salida. Ella caminó, enajenada, detrás de él y luego de medio minuto ya estaban en la calle.
– ¡¿Dónde?! ¡No tiene nada!
– Del otro lado. Acá. Venga – ella lo siguió

La sangre solo dejó dos gotones en el asfalto y las cubiertas luego se fundieron en él dejando una estela de humo pesado lleno de recuerdos de una vida sin sol.

martes, 27 de marzo de 2012

En la esquina. Donde cualquier cosa puede esconderse


El frío se deslizaba cual ágil ladrón por debajo de la puerta, tan suave como la seda y tan penetrante como una aguja. Llegaba hasta los huesos.
En la esquina de esa habitación sin ventanas y sin luces encendidas, con la cabeza hundida entre las piernas estaba, sollozando derrotas y nostalgias aquel hombre. Un hombre no muy adulto, aunque parecía que la vida se había llevado sus años dorados. Entonces, así, parecía más viejo que en el DNI.
Una .45 en la trémula mano derecha iba a ser gatillada por el diablo, el demonio o la justicia divina. Pronto. Muy pronto
De pronto, como por obra de un milagro, abrió los ojos, elevo apenas su cabeza y entre la distorsión que las lágrimas le producían pudo ver la línea de luz amarilla y ocre que se delineaba por debajo de la puerta. Quiso mirar al cielo.
Se arrepintió, eso no era para él.

Mientras gritaba enredado en su propio llanto y se hundía aún más en el colchón, su mente comenzó a recordar viejos tiempos.
Recordó a Mariel y su refulgente muñeca de trapo en navidad, recordó a Julián corriendo por el hermoso jardín que supo criar semana a semana.
Lloró más que nunca en su vida (o eso creía) cuando llegó Marilín. Creyó llorar sangre y no sólo sal transparente. Desgastado como estaba, sin embargo, recordó haberla conocido con un yeso en el brazo y la cara invadida de acné. Los dos llenos de fuerza y vigor. Llenos de miedos y la adrenalina necesaria para desafiarlos.
La vio, joven, hermosa y sonrió seca y amargamente. Recordó sus cuerpos trenzados en la semioscuridad del nido que ambos entibiaban. La recordó, toda. Y nunca dejó de escuchar su vos.

Los niños. Su imagen, otra vez sacudió lo poco que quedaba de sus sesos.
Esta vez se arañó la cara, y ahora sí que lloraba sangre.

La crianza de los niños era un sueño de ella, no de él. Pero se lo concedió. Era un buen esposo.

Notó que la casa estaba llena de un profundo y frío hedor sanguíneo que se inmiscuyó en su nariz, luego garganta y más tarde vientre. Pocos minutos más tarde, un espasmo estomacal le hizo devolver la cena. Luego, la sensación del calambre abdominal le retorció hasta los testículos.
Justo cuando sintió que no podía seguir, su mente jugó una última carta y se lo llevó de viaje.

Comprar la casa fue la victoria más grande que se computan. Él y Marilín lo habían logrado en cinco años. Dos empleos para el caballero y la dama cursó la carrera de abogacía mientras cuidaba niños durante las tarde-noches.
El primer asado, lleno de familia y risas. El primer bebé, que llenó la casa de brillo. Sus primeros años juntos.
Luego, inevitablemente, los años pasaron y llegó el primer ataque, estaba solo y destruyó el proyecto de carpintería del sótano. Un accidente para los demás. Una pesadilla inconclusa y con dos protagonistas en primera persona para él. Jamás supo de dónde salió aquel hombre de cara desencajada que rompió todo a su paso hasta llegar al desmayo y posterior preinfarto.
Semana y media después tenía la salud de un potro y salía nuevamente a correr con el correcto vecino de junto. Manuel.
Seis meses después Manuel fue atropellado por un desalmado colectivo de línea.
Lo mismo con el perro de Mariel, salvo por el profundo y extraño corte de hacha en su lomo.
Nada que unas vacaciones de retiro en la montaña no pudieran remediar. Le habían venido como anillo al dedo.
Todo lo contrario para el encargado del hotel que resbaló y destruyó sus anteojos, dientes y mandíbula contra el mostrador. Según el diario local, el tablón del mostrador parecía haber sido mascullado por una criatura extraña.

El viaje de su mente se había vuelto obscuro y se remontaba a muy lejos. Él ya no era ese. ¿No?
No, claro que no. Era un esposo ejemplar. Sacaba siempre la basura a horario. Los viernes por la tarde entraba a la casa con dulces y películas para los niños, y cosillas interesantes para él y Marilín. El sábado por la mañana era de Julián y durante la tarde Mariel patinaba en el club del barrio. La noche del sábado era la noche más romántica de la semana, cuyo puntapié inicial era una cena con velitas junto a Marilín. Los domingos eran de esparcimiento.
El resto de la semana era de casa al trabajo, del trabajo a casa.
Este recuerdo de vida cotidiana le dio esa sensación de estar en casa que te da una manta caliente cuando salís de un gélido río. Pero segundos después volvió a ser consciente que todo era pasado. Todo había terminado.

Un disparo. Mucha sangre. Y mucha policía.

“La policía ingresó en la residencia Cassare por la fuerza, guiados por llamados al 911 de vecinos que aseguraban haber escuchado gritos y horas después, un disparo.
Los hijos del presunto asesino fueron ultimados con un gancho y aparentemente destripados. Su esposa fue tirada desde lo alto de las escaleras y vaciada de órganos en su totalidad.
Siguiendo el rastro de los mismos, los agentes de la fuerza llegaron a la habitación de huéspedes.
Aparentemente, la falta de ventilación en la misma concentró el hedor de efluvios orgánicos provenientes de la esposa. Muchos de ellos en las fauces del cónyuge quien tenía marcado un mapa de arañazos en la cara y el pecho. El supuesto asesino terminó su vida con una .45. El barrio está conmocionado.
Según vecinos eran una buena familia.”

jueves, 22 de marzo de 2012

Mis partes



Aquel día no pude sentir mi propio dolor. Sin embargo, allí estaba. Hoy lo sé.
Lo que sucedía era que el de Ella era mayor, más lógico y más importante que el mío. Tenía más derechos sobre aquella tragedia que yo. Y que cualquiera.
Así vi por primera vez la cara que veré siempre desde aquel el día negro y frío de la tragedia.
Sus ojos, desalineados. Sus pliegues, más profundos. Su dolor, más presente. Su fuerza, aún más desafiada (por más imposible que parezca) son lo que hoy mis ojos y los de cualquiera ven. Yo también puedo sentirlo, lo lamento por mí.
Acepto que por momentos me encanta recordar su antiguo rostro y sus dedos suaves y tibios que lavaban mi cara en miniatura, crispada a fin de evitar que el agua se colara por mis ojos dormidos.
Pero recuerdo aquella cara y no puedo evitar compararla con la nueva, la que sufrió un nuevo vendaval. Es allí cuando me desmorono

Una vez (en el día negro) prometí cuidarla más que a mí de mis propios terrores. Mientras me llevaba por última vez el calor de mi ídolo.
Y juro que estoy listo para hundir la cara en medio del fuego ardiente y aspirar con una sonrisa pintada en la cara el aire y el fuego vehementes. Sólo para que ella vea más colores en el cielo. Sin importar cuánto duren los segundos de desgarrante ardor, si es que existen, lo haría una y otra, y otra vez.

Creo que la amo.
Lo que tengo por seguro es que ella me ama más. Porque me dio todo, hasta lo más valioso que tiene y tendrá. Su tiempo (algo que a su edad brilla cada vez más por su ausencia y escasez). También estoy seguro de que la admiro y de que necesito de ella tanto como respirar.
Es tal el tamaño del amor que le tengo (si, ahora estoy seguro) que cuando la vi recostada sobre su amuleto (ya en aquél momento era sólo eso) llorando e implorándole que ahora fuera feliz. Con la esperanza de que se encuentre con aquel amuleto que compartieron. Tengo la certeza de que hubiera querido gritar, pues toneladas de dolor colgaban de mis entrañas desgarrándome adentro. Desde la garganta al apéndice. Estirándolos con una expresión de morbo. Observando.
A pesar de todo, de mi necesidad imperante de gritar, no grité. Fui respetuoso de su ritual. Debía respetarlos, era su último momento.
Entonces apoyé mi espalda en la pared y esperé a que mi dolor se hiciera líquida sal y en silencio sangré. Por ella. Por su dolor.
Jamás vi nada igual. Creo que además de ver dolor y ausencia, vi amor. El amor más grande que he visto hasta hoy. Ella con su espalda aullante de dolor, recostada, en puntas de pie sobre Él, besándolo por última vez. Era el amor de su vida.
Esa es mi imagen del dolor, es lo que me hace llorar como un recién nacido que siente el frío del mundo y comienza a extrañar el tibio amor en el que nueve meses fue única e irrepetiblemente feliz.
A mi mente llegaron todas las historias de su dolor, todas las que conozco, con las imágenes que creé para cada una. En ese instante me di cuenta que aún es aquella niña que a los cuatro años vio su vida desmoronarse por primera vez, abrazando a una mamá que no lo era.
Me di cuenta cómo fue su cara al despedir un hijo de dos años.
Me di cuenta que esa cara es la misma que hace 70 años y es la misma que todos los días me desea suerte con su corazón. La que durante la noche reza por Él y, a veces, por mí. La que me formó. La que me enseñó tantas cosas.

Estoy temblando, veo todo como bajo el agua y siento que no puedo más, y esto es sólo el recuerdo.

Sé que soy un afortunado. También se que no lo merezco, pero aún así la disfruto. Y Daría todo el tiempo que me quede por haber podido abrazarla cuando lo necesitó. Por haber podido estar ahí. Me gustaría haber sido su ángel. Porque ella es el mío. Lo sé, lo siento.

Hoy me necesita, hoy puedo abrazarla. Y lo hago, y lo haré. No tiene tamaño, a veces dudo que sea real. Pero jamás dudo que es lo mejor que tengo.

Ya no puedo seguir.

Te amo. Sé que es poco, pero es lo mejor de mí.

martes, 21 de febrero de 2012

Hoy


Hoy la angustia se apoderó de mí, se apoderó de mi imaginación, absorbió también mi creatividad y mis necesidades. Se apoderó de mi expresión, de mis ganas.
Hoy una parte de mí se siente más lejos
Hoy me sobra un abrazo. Me sobra también un “gracias por todo”. Me sobran, y siempre me sobrarán, ya no te los puedo dar.
Hoy siento como si acabara de perder aquel partido que hace meses perdí de nuevo, tan nítido como en aquel segundo.Hoy la angustia se apoderó de mí, se apoderó de mi imaginación, absorbió también mi creatividad y mis necesidades. Se apoderó de mi expresión, de mis ganas.
Hoy una parte de mí se siente más lejos
Hoy me sobra un abrazo. Me sobra también un “gracias por todo”. Me sobran, y siempre me sobrarán, ya no te los puedo dar.
Hoy siento como si acabara de perder aquel partido que hace meses perdí de nuevo, tan nítido como en aquel segundo.
Hoy retrocedo un puñado de años y soy sólo niño en tus hombros. Feliz. Cuidado.
Hoy sueño tu rostro nítido, cada arruga, cada pestaña. Y esa sonrisa. Sueno también tu abrazo.
Hoy cientos de kilos cuelgan de alguna parte de mis entrañas y con fuerza descomunal me desgarran porque no estás.
Hoy el corazón se me retuerce y escurre de dolores cada vez que tus ojos buenos me miran en recuerdos.
Hoy se lo que es un campeón.
Hoy más que nunca sos mi ejemplo.
Hoy te amo.
Hoy te extraño.
Hoy te admiro.
Hoy te entiendo y te reconozco. Un hombre, dicen, ha de escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo.
Hoy se, que un verdadero campeón como fuiste no necesita eso, eso es de los que pertenecemos a la tierra pero vos eras más sano que eso. Eras más sabio. ¿Quién necesita escribir un libro si da cátedra día a día? Viste nacer tres hijos, pero solo dos te despiden y uno te espera del lado de los buenos. Todos son personas de bien, todos son un poco de vos. Los árboles, tu firma, tu símbolo. Pocos lo entendemos.
Hoy se que perdí lo mas grande.
Hoy no paro de llorar.
Hoy escribo con el pulso en escala Richter y los ojos anegados.
Hoy la bronca me llena las venas. Porque soy egoísta.
Hoy y siempre sos mi nonno.
Hoy te necesito.
Hoy te amo, mierda, ¡CÓMO TE AMO!
Hoy me desgarro el alma a gritos porque te extraño
Hoy daría lo que sea porque me enseñes algo más.
Hoy miro al cielo, respiro hondo y sonriendo te veo. Estas feliz, aunque yo no te tenga. Los buenos terminan felices. Miro al cielo y grito te amo.
Hoy no tengo más fuerzas que para esto, que es nada.
Hoy estoy débil.
Hoy quiero llorar y lo hago.
Hoy te necesito, nonino.
Hoy retrocedo un puñado de años y soy sólo niño en tus hombros. Feliz. Cuidado.
Hoy sueño tu rostro nítido, cada arruga, cada pestaña. Y esa sonrisa. Sueno también tu abrazo.
Hoy cientos de kilos cuelgan de alguna parte de mis entrañas y con fuerza descomunal me desgarran porque no estás.
Hoy el corazón se me retuerce y escurre de dolores cada vez que tus ojos buenos me miran en recuerdos.
Hoy se lo que es un campeón.
Hoy más que nunca sos mi ejemplo.
Hoy te amo.
Hoy te extraño.
Hoy te admiro.
Hoy te entiendo y te reconozco. Un hombre, dicen, ha de escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo.
Hoy se, que un verdadero campeón como fuiste no necesita eso, eso es de los que pertenecemos a la tierra pero vos eras más sano que eso. Eras más sabio. ¿Quién necesita escribir un libro si da cátedra día a día? Viste nacer tres hijos, pero solo dos te despiden y uno te espera del lado de los buenos. Todos son personas de bien, todos son un poco de vos. Los árboles, tu firma, tu símbolo. Pocos lo entendemos.
Hoy se que perdí lo mas grande.
Hoy no paro de llorar.
Hoy escribo con el pulso en escala Richter y los ojos anegados.
Hoy la bronca me llena las venas. Porque soy egoísta.
Hoy y siempre sos mi nonno.
Hoy te necesito.
Hoy te amo, mierda, ¡CÓMO TE AMO!
Hoy me desgarro el alma a gritos porque te extraño
Hoy daría lo que sea porque me enseñes algo más.
Hoy miro al cielo, respiro hondo y sonriendo te veo. Estas feliz, aunque yo no te tenga. Los buenos terminan felices. Miro al cielo y grito te amo.
Hoy no tengo más fuerzas que para esto, que es nada.
Hoy estoy débil.
Hoy quiero llorar y lo hago.
Hoy te necesito, nonino.

martes, 27 de diciembre de 2011

Paredes acolchonadas

Había una barra larga, el camarero, viejo y ofuscado, detrás de ella. Y también cuatro hombres sentados en una de las mesas, ninguno podría coordinar cuatro puñetazos seguidos, pero no estaba seguro si estaban con él.
Elmer Hutchinson puso su maletín en el suelo, mientras revoleaba una pierna sobre el taburete, un taburete viejo, casi tanto como el dueño del viejo bar Coolins. Tenía el tapizado débil y las patas un tanto desvencijadas.
Hutchinson pidió un whisky y lo tomó rápidamente. Nadie que sepa un poco de cómo besar un whisky como el que Elmer tomó lo haría tan raudamente. Era más que obvio que algo lo apuraba.
Yo estaba solo, en la mesa más alejada de la vida que Coolins tenía para mí. No creo que me haya visto. Yo creía haberlo visto, es que mi vista de policía retirado no era de fiar. Pero mi olfato de buscaproblemas sí que lo era.
En cuanto vi que el vaso de Hutchinson se extinguía, saqué unos billetes y los puse sobre la mesa, apuré mi Martini, busqué con desesperación las llaves de mi  Mónaco ’73 y salí lo más rápido que mis rodillas me permitieron.
La calle no pudo demostrarme mejor cuán hundidos en otoño estábamos. Un día fresco, perfecto para un buen saco añejado por años de servicio. Un día hermosamente gris en el que el cielo se reflejaba poéticamente en el asfalto. Algunos pájaros volando bajo nubes llenas de esa luz blanca que a las 6.30 de la tarde te llena de versos. Y mis ansias de volver al ruedo. Todo era perfecto
La calle estaba llena de edificios en construcción y casas abandonadas, ventanas tapiadas y lugares obscuros, claramente no era un lugar donde un correcto hombre de familia iría.
El coche, al que siempre llamé Rudy, sabía bien cuando funcionar a la perfección. Y ahora era un momento más que oportuno.
En el primer intento, el corazón de Rudy rugió y yo esperaba en él, mientras encendía un puro.
Unos minutos después, Hutchinson salió y se zambulló en su coche, un Continental bordó. Su valija parecía mucho más pesada que antes.
Antes de salir detrás de él, pensé muy detenidamente en porqué me lo encontré, si era realmente ese mi destino, o si simplemente era un viejo retirado con mala suerte que se encontró con aquel quien fuera un muchacho hace muchos años.
Recordé a aquel muchacho que sentía llevarse al mundo con él y me recordé explicándole la vida y también recordé su apatía.
Yo le había dado el último aviso, pero después de algunos robos de cabotaje, su situación se puso turbia. No tenía más remedio que corregirle. Y sin embargo, los años fueron más rápidos que el policía que fui. Y ahora, fuera de servicio, con “asuntillos psicológicos” y reuma en las rodillas, me disponía a arriesgar lo que me quedaba de “vida” (si esto es vida) persiguiendo al muchacho que fue y al hombre que es. Ese que se burló de mí innumerables veces. Ese que hoy estaba en una grande. Lo sabía, no sé cómo, pero estaba más que seguro que estaba en una enorme.

No dudé más, y lo seguí. Comenzó a garuar y a obscurecer de a poco. Quise un café, pero solo tenía mi puro, que se extinguía como aquel atardecer.
Cuando salimos de ese barrio de casas pobres e historias que arden, tomamos una autopista, llena de luces que disfrazaban la noche que caía sobre la cuidad.
Su coche era rápido, pero bajo mi pie derecho, Rudy, podría dar pelea. Lo mantuve a distancia prudente los 14 kilómetros hasta que llegamos a aquel pequeño caserío.
Hutchinson se detuvo en una casa muy pequeña de donde salieron 2 hombres de hombros grandes y cuerpos fuertes, armados y sin pudor de mostrar sus dos revólveres. Luego de que ellos subieron frenética y rápidamente, Elmer salió dejando una estela de dudas en mí. No tuve miedo, pero dudé.
Lo seguí y vi cómo se preparaba a entrar en un viejo motel. Su nombre, Gloria, aunque faltaba la “i”, la deduje por la marca en la vieja pintura. Muy lentamente dejé a Rudy donde mejor creí para en silencio buscar mi pistola dentro del baúl y muchas balas. SI, ESTABA LISTO PARA LA ACCIÓN.
Ajusté mi cinto de cuero y mis jeans. Caminé cauteloso hacia el portón entreabierto del playón del Gloria. Eché un vistazo y sólo vi a Hutchinson y sus dos hombres-ropero. Pero alguien abrió el portón, entonces, eran por lo menos 4 en total.
Busqué una segunda entrada auxiliar. Debía tenerla, era un motel.
Entonces me metí entre viejos escombros y pude llegar a la salida de emergencia, hacia la cual sólo llegaría trepando, ya que la escalera herrumbrada y dañada era una trampa mortal. Saqué fuerzas de donde pude y flexioné mi rodilla, empezando mi escalada maratónica, en la que las flexioné varias otras veces.
Rozando el llanto llegué a la puerta que extrañamente abrió sin muchos esfuerzos. Ese fue un alivio. Procedí a entrar. Y en cuanto entré escuché dos voces distintas. Me escondí detrás de la primer pared que vi, topándome con un hacha de esas que se usan en los incendios.
La puerta de emergencias abierta, sería la trampa perfecta pensé. Decidido rompí el vidrio y arranqué enérgicamente el hacha. Los dos hombres (al menos dos) llegaron corriendo a mi trampa, donde uno murió al instante de una certera arremetida de mi hacha contra su yugular y el segundo (y último) quedó idiota de un hachazo errado que le dio con la culata en la sien. Permitiéndome proceder a invitarlo a caer por la puerta de emergencia hasta la trampa de la escalera, la cual entró dos veces en su pecho saliendo por su espalda.
La adrenalina corría y yo ya no sentía las rodillas, ardían, quemaban, desgarraban, pero este viejo seguía. Y ya me había cargado a dos de los malos.

Con un hacha de bombero, me dirigí según mi olfato hacia el comedor del Gloria, donde encontré cantidad de mesas rotas y roñosas y en otras dos, dos platos de comida sin terminar. Recé que fueran los de mis dos amigos fanáticos del hacha.
Mi pulso se agitaba, mi corazón trataba de seguir a mi instinto y mis rodillas se envolvieron en llamas cada vez más ardientes. Era viejo pero sabía qué hacer, salvo por el detalle de que no tenía refuerzos esta vez.
Esta era la mía o la de ellos.
Escuché la voz de Hutchinson llamando a los del hacha y me apuré por el pasillo, hasta que este se terminó y sólo pude entrar en una habitación, la 210.
Trabé la puerta como pude, y luego noté que la 210 tenía un balcón que daba al playón, y allí, el Continental junto a uno de los roperos de Hutchinson.
Estaba perfectamente ubicado para darle su merecido a aquel tipo, pero mi pulso, la distancia y mi escasa vista me hacían dudar.
Luego de matarlo esperaría a Elmer en la habitación, sentado y con otro puro entre los labios.
¡Ese si era yo!, el de siempre.
Asique en forma de brindis por lo que fui, rodilla en tierra (¿eso aún era una rodilla?), disparé dos veces. Hombro, y luego pecho fue el orden de mi puntería.
A decir verdad no era tan duro como parecía, cayó rápida y fácilmente.
El problema fue que mis disparos sonaron hasta el más recóndito rincón del Gloria. Y…      …empecé a sentir que el aire no me llegaba a los pulmones, no tenía más fuerzas y alguien me llamaba. Comencé a soñar con paredes acolchonadas y mugrientas por los años. Una voz de mujer me gritaba, cosquillas en los brazos y todo que giraba. Temí, temí…

No sabría decir cuánto duró pero pareció poco, a pesar de que estaba en el suelo.
Como pude, con las rodillas en el infierno, me levanté y abrí la puerta mientras mi pulso se sacudía, mis dedos torpes entrelazaban mi pistola y mis piernas me hacían sentir que flotaba.
Caminé rodeado de miedos de todos los colores y aromas, rodeado por paredes llenas de humedad de años y papeles despegados, con motivos familiares tétricamente arruinados.
Inmediatamente después escuché una voz que llegó muy rápido a mí. ¡Sí! el segundo ropero.
¡Pero con mi hacha en la mano! ¿Cómo pudo…?
El segundo corrió hacia mí mientras yo trataba de levantar mi arma y apuntarle entre los dolores, el miedo, los temblores. Tanto tardé en gatillar que diría que el hacha me rozó la cara.
Él también cayó rápido.
Ahora me encontraba corriendo por los pasillos, mis rodillas eran parte de la historia. Ahora las vería en fotografías solamente. Y otra vez no hubo más aire…

 No hubo nada, no hubo nada más cuando el pasillo terminó. Solo un frío duro, que era muy familiar.
No pude mover mis brazos. Estaba atado y rodeado de un charco de sangre. Las paredes acolchonadas y mis rodillas peladas que sólo podían sangrar y una jeringa que me quería morder.
Paredes acolchonadas… paz y un dolor que se apagaba mientras el agua de la jeringa se llevaba todo lo que giraba. Algunas luces llegaban junto con trajes blancos.
Ya no sé donde estoy, donde esta Hutchinson y su Continental, no sé nada.

Esas paredes acolchonadas que van y vienen.

¡Me arden las rodillas!

 - ¡Hutchinson! ¡Quédese quieto! Va a ser peor, permítanos tranquilizarlo.
 - ¡Atalo Mary! Y pasame la jeringa

¡Me ardeeee!   

viernes, 4 de noviembre de 2011

Un día en la vida de: Alguien que vuelve del infierno


Era la tercer semana y ya sentía tener el coraje necesario para volver a entrar. Imaginó todo muerto, imaginó las hojas amarillas de la historia que la vida le había escrito. Había imaginado que su vida, la anterior, la única vida, en realidad, estaba en polvorientos VHS, era lógico tener ese temor. Él siempre había estado actualizado, pero su vida se detuvo esta vez. Los calendarios morían, sí, pero su vida se detuvo mientras se plegaba su seca y áspera piel. Pero ya era tiempo de volver, porque es lógico.
También el temor es lógico. ¿Qué sentiría al ver sus plantas muertas, sus sabanas viejas hechas pavesas y su casa, vacía de amor y familia, parte de una foto arruinada por lágrimas de culpa?
Él había sido el rey, el dueño, el responsable. Pero él se fue hace 25 años.

¿Seguirá siendo el mismo almacén? ¿Qué será de su mate favorito? ¿Y el naranjo?  Tal vez esas preguntas lo ataban, pero a su vez lo ahuyentaban.
Las respuestas eran más que obvias, nada será exactamente lo que fue.
Pero ¿Podría desatarse algún día y huir?
Todos dirían que es un tipo duro, uno de esos policías capaces de estar de pie frente a la mayor de las atrocidades. Pero su casa, la de su mujer, sus hijos, era todo lo que tenía como conexión a sus sentimientos, a sus sensibilidades, su pasado, su familia. ¿Qué sería de él sin ella? ¿Qué diría mamá?
Tenía que ponerse los pantalones y entrar. Fueron tres semanas de dormir en las plazas como un ilota de sus culpas y ya no podía verse más como un idiota, lúgubremente deprimido.

Entonces, actuó, juntó monedas y se fue. El 80 tampoco era el mismo, pero por suerte, el recorrido sí. Luego de un rato estuvo en “casa”.
La casa… la casa, ¿era esa? Ahora estaba rodeada por nuevas fachadas y altos edificios, desentonando, como detenida en el tiempo, pero a su vez azotada por éste. Los vidrios teñidos por lluvias de viento y barro con que el tiempo la había marcado. El jardín que había sido el prolijo jardín de su esposa, hoy era una maleza de pastos altos y aloe veras que mataron toda planta que alguna vez vistiese ese jardín, elocuente muestra de la ausencia.

Quiso volver, vaya que sí, tal vez en la plaza pudiera ser feliz, de otro modo, claro. No tardaría mucho en establecer su puesto de campaña cerca del ombú.
Sin embargo, todo hombre valiente que se preciara de serlo, hubiera entrado. ¿Él había dejado de serlo? ¿Él también había sido cambiado por el tiempo? No quiso eso para él, se rehusó, y entró.

Era la llave ancha. Costó abrirla, la tierra había trabado las placas de la combinación, hasta que la puerta se abrió.
Cualquiera que lo hubiera visto parado frente a la puerta de rejas abierta de par en par, con los brazos al costado del cuerpo, la expresión que mezclaba el llanto y la sensación de de resguardo, la decepción de la tragedia ya esperada hecha realidad y quién sabe cuántas otras sensaciones, hubiera dicho que la casa lo invitaba a entrar con los brazos abiertos. Pero él no podía ¿o no quería? Entrar. Cada segundo le trajo una sensación diferente y todas se mezclaron en una especie de tempestad arremolinada. La duda era su única seguridad.
Luego de eternos minutos inmóvil frente a las rejas, entró, cruzó el pequeño pasillo hasta la puerta de entrada ajada por el sol y el tiempo. Otra vez inmóvil y con aquel remolino desatado en su interior, se esforzó por encontrar rápidamente la llave. No fue tan rápido como quiso pero la encontró, y la inercia lo llevó a abrir la puerta.
Quería cerrar los ojos, más que nunca quería no haber ido, pero fue valiente y no solo abrió los ojos, precipitó todos los sentidos siguiendo a la puerta que lenta y ruidos (tan familiar) se abría ante él como las puertas hacia un viejo reino de épocas sofocadas por el lento monstruo que es el tiempo.

La casa… la casa… estaba gris, estaba muerta, era el fósil recuerdo de un gigante dentro del que él creció. La realidad lo había abofeteado muchas veces, pero nunca lo había atropellado de tamaña forma.
Su cara comenzó a desmoronarse mientras el tiempo se volvía a detener en su mente; otra vez inmóvil frente a la grandeza de los efectos del tiempo, que sin pausa destruyó todo rastro de lo que había sido de su vida.

No había podido entrar hasta que una ráfaga de recuerdos en forma de esencia, de aroma llegó y todo volvió a vivir para él, su expresión cambió, levantó la vista y, ahora sí, quiso entrar, quiso explicarse por qué el tiempo no había podido matar ese inconfundible aroma a hogar.
Ahora estaba en casa, ahora podría volver a descansar después de 25 años de dormir con un ojo abierto.

Lentamente entró a la casa y la redescubrió poco a poco. Los colores de las paredes, amarillas y añejadas por la humedad, el polvo y el tiempo, tiempo que ya no recuperaría jamás, eran sólo una parte del alto precio que pagó por un error, que 25 años en su pesadilla hecha calabozo le hicieron reconsiderar, entender y enmendar. Ahora sería más frío, más calculador y menos humano que antes.

Su caminata fue eternamente lenta, era un explorador, sin machete ni sombrero borsalino, pero llegó luego de mucho tiempo, al baño donde antes se había visto con pelo, joven, sano. El impacto de su imagen en el espejo, la imagen de un hombre de cabeza afeitada, viejo, con la cara llena de cortes y pliegues lo trajo de nuevo a la realidad, fue otro golpe respetable que la vida le dio. Nada como la agriedad de aquella imagen para desatar otro tifón de sensaciones. Un dolor en el pecho que no lo dejaba tragar ni respirar y en su mente una película hecha con imágenes de tiempos felices, en familia, sus hijos cuando lo amaban y el cabello de su esposa, su perfume, su sabor, su cara tan bonita como nunca. Todo, todo lo que pasaba por la película estaba extinguido como un fuego apagado luego de días de arder.
Extraño todo eso, y se preguntó cómo haría para encontrar nuevamente a esas personas por las que hoy daría la vida pero que seguramente jamás puedan volver a reconocerlo siquiera. Ahora no era más que una asquerosa mezcla entre desertor y exiliado sin derecho alguno a asomarse a esas vidas que el idealiza felices. Tal vez su sueño cumplid sea poder verlos desde el anonimato sentado detrás de un diario en un banco de plaza, sintiendo el sabor amargo de saber que jamás volvería a poder disfrutar de un momento con ellos, poder hablarles o rogar su perdón y misericordia. Saber que realmente no lo merece es lo más duro. Porque desde el día que decidieron dejar de visitarlo, tuvo la certeza del desamor y el rechazo consecuencias de su error. La sentencia más dura no fue la del juez, sino la de su familia que lo  crucificó, mirando al cielo de sus culpas desahuciado. Le mataron todas las esperanzas de ser perdonado y volver a tener esa vida que hoy desgarra sus entrañas haber perdido.

Pero ya nada vuelve el tiempo atrás. Tal vez algún día rehaga su “vida”, si puede ser vida lo que se avecina para su futuro, una vida reducida a trabajos para ex policías de culo sucio y legajos borrosos. Noches llenas de excesos incapaces de curar ninguna herida. De vez en cuando algún ave de paso, como pañuelo cura-fracaso.
Luego de recorrer la casa entera, solo pudo caer al suelo rendido ante un día que lo exprimió y simplemente volvió a descansar, en casa, pero exiliado de la vida como un perro esquivo.
Así fue un día en la vida de alguien que vuelve del infierno.